
ANUARIO DE INVESTIGACIÓN NÚMERO 15
Abierta · Edición 15 · 2021 · Omar Luna, Diego Manzano e Ignacio López
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Como se puede observar, los niveles superiores se sustentan
en niveles inferiores. Si se aceptan los comportamientos de
los niveles bajos, pueden escalonar hasta imponer una visión
única para entender el mundo. Cuando esto ocurre (Torres y
Taricco, 2019, p. 4), se difumina el debate, diálogo y tolerancia
crítica, decantándose por el miedo, la (auto)rregulación y el
silencio como apuestas comunicativas para sobrellevar dinámicas
sociales virtuales y reales.
Para lograrlo, se precisa una normalidad progresiva, entendida
por Jared Diamond (s.f.) como la “forma de que un gran
cambio puede ser aceptado como situación normal si
sucede lentamente, en incremento inadvertido, cuando sería
considerado como ofensivo si se llevó a cabo en un paso o
corto período”.
Así, los ataques agresivos, misóginos y dirigidos por guras
de poder hacia mujeres, dentro y fuera de redes sociales,
evidencian que una sociedad no solo puede contemplar el
desmoronamiento paulatino y casi imperceptible de sus bases
institucionales, también se le invita, de diversas formas, a tolerar,
aceptar e incluso practicar este tipo de comportamientos en su
vida cotidiana.
Si bien Manuel Castells (citado en Cabo y García, 2016, p.
3) considera que las redes sociales son una plataforma de
“autocomunicación de masas”, pues permiten transitar de la
indignación a la esperanza, estas pueden ser utilizadas para nes
radicalmente diferentes, pues, según Evgeny Morozov (2012),
“pueden generar resultados políticos en diferentes entornos”.
En ese sentido, grupos sociales e individuos, al librar una batalla
por el signicado para defender causas nobles en redes sociales
–como igualdad de género, reivindicación de las demandas
del colectivo LGBTIQA+, etcétera–, terminan ejerciendo
poscensura. Para Marco Gosen (2018), se presenta cuando “un
personaje público incurre en una conducta considerada ofensiva
o inapropiada, la cual es denunciada por usuarios de redes (…),
estos exigen no solo boicotearlo en el universo virtual, sino
aplicarle un castigo ejemplar en el mundo real que le duela en
su reputación, su orgullo o su bolsillo”.
Por tanto, existe una delgada línea entre la divulgación de un
mensaje para concienciar sobre un fenómeno y ejercer un
discurso de odio. Esto parece haber encontrado el ecosistema
perfecto en Twitter. Su papel en la formación pública, la
presencia de políticos y periodistas, así como la relevancia que
le conceden medios tradicionales para marcar agenda pública,
robustecen el fenómeno (Amores, Blanco, Sánchez y Frías, 2021,
p. 101).
También, Ana María Olabuénaga (2019) reseña que los
algoritmos en redes sociales están programados para privilegiar
contenidos que despierten indignación e ira, desembocando
así en linchamientos digitales. Entre más nos acercamos a
voces anes, bloqueamos y silenciamos otros puntos de vista.
Los algoritmos robustecen ltros burbuja (Pariser, 2017, pp.
10-11) que distorsionan nuestra percepción de lo virtual y lo
real. Al privilegiar nuestro exceso de conanza, producto de
la familiaridad y convivencia online y ofine, prescindimos de
interactuar con puntos de vista contrarios a nuestra visión de
mundo.
Bajo esta apreciación, se generan debates y posturas polarizadas,
descartando la tolerancia crítica y el disenso. Esto genera una
identidad por oposición (Soto, citado en Ortega, 2018, p. 263),
donde quien no se muestre de acuerdo con ciertos postulados
será enemigo de quienes los comparten. Acá, los linchados,
según Olabuénaga (2019), podrán “ser culpables o inocentes y
todo dará igual. La turba es sorda y enloquece. Y en esa turba
estaremos todos”.
Por tanto, no existe un perl único para identicar a los
responsables de los discursos de odio. Para Alex Cabo y Ana
García (2016), existen dos tipos de posturas contrapuestas, pero
complementarias en esta dinámica: individuos que buscan llamar
la atención o descargar algún tipo de frustración o personas
que, de forma colectiva u organizada, dirigen sus acciones hacia
objetivos clave. Sea cual sea la postura que tomen en redes
sociales, muchos apuestan por la hostilidad como parteaguas
de agresiones verbales a grupos o individuos para despertar
reacción (burla, enojo, enfado, indignación, etc.) dentro de las
interacciones generadas en redes sociales.
Dicha situación incrementa la sensación de acoso hacia las
víctimas. Valerse de emojis, memes, GIF, videos y TikTok facilita
saltarse los ltros informáticos de las empresas tecnológicas, así
como la persecución judicial y policial de sus conductas. Esto
da rienda suelta a incitaciones a la violencia que, si bien tienen
como marco de actuación las redes sociales, sus motivaciones
y prejuicios hostiles provienen del espacio ofine (Jurgenson,
2011).
Al tomar en cuenta la perspectiva de género, la falsa dicotomía